Por Wilfredo Sierra Moreno.
Independiente de esas discusiones aburridoras de seudo intelectuales sobre el verdadero suelo donde nació nuestro gran cantor santandereano, definitivamente no hay nada que mueva las fibras más intimes de nuestro ser que la música de José A. Morales, ese cantor de dimensiones astronómicas que sabe sacarnos de las tres dimensiones de la vulgar existencia mundana, para proyectarnos a estadios especiales de sentimiento y trascendencia.
Es indiscutible asimilar a ese cantautor que hoy cumple 100 años de haber nacido con nuestro emblemático municipio del Socorro, ese pueblo hermoso de nuestros ancestros que, aún con los pergaminos históricos que carga con orgullo sobre sus cuestas, no siempre ha contado con la suficiente suerte para ver todas sus necesidades fundamentales resueltas y sufre la efervescencia de días especiales como el de hoy, para luego ser olvidado en la terrible indiferencia de los que deberíamos estar más pendientes de su suerte.
Con una ignorancia inmensa en materia de música, lo primero que me impresionó después de haber aprendido a llorar y a amar con Pueblito Viejo, cuando ya quise “racionalizar” el sentido de la letra de su canción, fue que, ni de lejos, las casas del Socorro eran pequeñitas, lo que luego fue más o menos entendible cuando se me dijo que el pueblo de inspiración no había sido la capital comunera.
Pero no importa lo que la racionalidad y la cientificidad ampulosa quiera decir, sino ese sentimiento con el que, con el transcurso del tiempo, aprendimos a amar y ha hacernos emocionar hasta el verdadero delirio. Y ese es el don especial de los poetas: se proyectan en el tiempo y el espacio, sin los apuntalamientos artificiosos de esos sabelotodo que tanto aburren en todas partes. Solo tendría que decir, para terminar esta nota: gracias José A. Morales, por habernos hecho sentir esa emoción fundamental que justifica la razón de ser de la vida, y que solo tiene su precio preciso en el desbordamiento trascendental que se expresa en las lágrimas…